domingo, 7 de agosto de 2011

MI PADRE II

Era el otoño de 1936, cuando, sin previo aviso, se presentó en el pueblo un camión de milicianos y obligaron a  subirse al mismo a todos los jóvenes de una determinada edad para llevarlos al frente.
Los trasladaron hasta un pueblo muy próximo a Guadalajara, Marchamalo y, en principio, los destinaron a sacar patatas para abastecer la intendencia del Frente Republicano que muy poco tiempo después ya se encontraba situado en la Alcarria, dominando desde la altura todo el valle del Río Henares. En el valle, pero al otro lado del río y de la línea del ferrocarril, se encontraba el Frente Nacional.
Unos pocos días después de haber llegado, el oficial responsable de la intendencia, los reunió en su despacho y entorno a su mesa, haciendo un semicírculo, les preguntó quién entendía algo de cocina. Ninguno quiso significarse (además de que ninguno entendía nada de cocina, más allá de preparar un bocadillo de chorizo), por aquello de que en la “mili” no hay que salir voluntario para nada. Ante esta actitud general de los reclutas, el oficial decidió tomar la iniciativa y señalando al primero que estaba situado a su derecha (era mi padre), le nombró cabo furriel (con “l” hombre, terminado en “ele”); al segundo le nombró como su ayudante y a todos los demás algo así como “empleados de cocina”.
Desde ese mismo momento, mi padre tenía la responsabilidad de la entrega del rancho en las trincheras, además, también,  la entrega del correo a los soldados del frente.
En el grupo, creo que todos de Castejón de Henares, eran seis o siete y había de todas las tendencias ideológicas; bueno, probablemente limitada a dos tendencias, lo que eran DERECHAS  e IZQUIERDAS y ya me imagino yo las diferencias entre unos y otros, merendando juntos en la bodega los festivos y, algunos, incluso, trabajando juntos en el campo: como mucho una cierta simpatía por uno u otro bando.
Mi padre pertenecía a una familia de derechas. Un hermano poco más mayor que él, mi tío Emilio, ya había tenido que huir, escondiéndose por donde podía, para esquivar a los centinelas que andaban a la busca y captura de cuantos habían sido señalados, probablemente por algún chivatazo de quien, de un modo u otro, los conocía, de algún pueblo próximo a Castejón. Esta huida se produjo en grupo, después de que se enteraran de que a otro grupo que se habían llevado los habían fusilado y después de estar escondido por el monte durante varios días (otros estuvieron escondidos en los pajares) a raíz de que un día, estando trillando en la era, situada fuera del pueblo, pudieron observar que por los bordes de los altos que rodean el pueblo, había vigilancia y, escondiéndose, primero entre las paredes y después entre la maleza de los huertos del casquero, junto al camino de Argecilla, pudo llegar, él y otro, hasta el huerto de sus padres (hoy mío) y se escondieron en la ladera, en una pequeña oquedad que hacían unas piedras donde estaba el tronco de una higuera y con bastante hierba, con la que se pudieron camuflar.
En su persecución un miliciano llegó a estar de pie encima de las piedras que les camuflaban, de tal modo que el que iba con mi tío pensó que ya les habían localizado y estaban simplemente haciendo como el gato con el ratón y por lo tanto era estúpido permanecer escondidos para regocijo de los perseguidores. Así que inició un movimiento para salir de allí susurrándole a mi tío que ya les habían visto. Por suerte mi tío no pensaba lo mismo y le sujetó para que permaneciera allí quieto  (alguna de las mujeres que estaban lavando la ropa en el arroyo que corre junto a la carretera, al ver el peligro tan inminente para los escondidos, llegó a invitar a los milicianos a que se acercaran a su huerto a comer ciruelas). Al preguntarle el compañero miliciano que estaba en el camino de abajo, que se bajara si no se veía nada, el que estaba sobre el escondite giró para echar un último vistazo por su espalda y, dando un pequeño rodeo para salvar las piedras que sujetaban el tronco de la higuera, bajó a reunirse con el otro y se marcharon. Si en vez de girarse, para dar una última ojeada por detrás, hubiera saltado desde las piedras, les hubiera pisado y la historia de mi tío Emilio y su compañero sería otra muy distinta.
Volviendo al tema de mi padre: en el grupo también estaba su hermano Manolo, una quinta menor que él. Después de un tiempo cumpliendo con su obligación de cabo furriel (cómo me gusta esto de cabo furriel. ¿Verdad que suena bien?), él venía observando, porque algún conocido se lo advirtió, que le estaban vigilando y cada vez más estrechamente, de tal modo que siempre había alguien con ellos y tubo que urdir un plan con cierta urgencia.
Cuando entregaban el rancho, que lo llevaban en caballerías si las cocinas estaban cerca del frente, normalmente iban tres que el propio cabo furriel elegía. El día doce de Febrero de 1937, cuando por la mañana  entregó las cartas por las trincheras del frente, se quedó con una en el bolsillo que resultaría su coartada.
Durante el día ya hablaron los hermanos preparando la huida  para por la noche, una vez entregada la cena. Efectivamente esa noche, cuando estaban entregando el rancho, había un oficial que, o bien estaba en una trinchera cuando ellos llegaban, o bien llegaba cuando ellos estaban entregando la cena; lo que quería decir que la vigilancia era muy estrecha. Terminaron la entrega del rancho y, cuando ya se marchaban, habían rodeado un par de matas de la última trinchera, donde el oficial se había quedado charlando, mi padre hizo como que se acordaba en ese momento de que por la mañana se le había olvidado entregar una carta. Sacándola del bolsillo se la dio al tercero del grupo  para que se la llevara al destinatario. Éste la rechazó diciendo que fuera su hermano Manolo y, tirándola al suelo mi padre, dijo –llevarla el que queráis que yo voy a cagar-, haciendo ademán de bajarse los pantalones. Manolo ya sabía que no debería cogerla y se hizo el remolón. Entonces el otro, probablemente confiado por la perentoria necesidad fisiológica de mi padre, accedió a ser él quien la llevara. –Bueno hombre, bueno, la llevaré yo-. Cuando se había distanciado un poco y puesto que les cubrían las matas de encinas, en el mismo borde del valle del río Henares, en la perpendicular entre Matillas y Bujalaro, pero más cerca de éste, probablemente en el paraje “monte Narejos”, los dos echaron a correr la cuesta abajo. Ya habían hablado de que solo los podía detener una bala.
Efectivamente, al poco tiempo, cuando el que había ido a llevar la carta volvió y vio los trastos en el suelo y que los hermanos López Alcalde no estaban, dio aviso en la primera trinchera y se iniciaron las voces de “alto” y las ráfagas de disparos de ametralladora. Pero tuvieron suerte. Yo me imagino, con 22 y 23 años, como bajaron la cuesta con matas de encinas y algún que otro risco. Alguna marca olímpica seguro que batieron: salto de altura y de longitud, aunque no era el momento de pararse a tomar la medición, otros tramos con el trasero arrastras, hasta llegar a la orilla del río, donde pasaron la larga y algo más que fresca noche del mes de Febrero, cobijados debajo de unos juncos, hasta que por la mañana, ya con luz del día y una escarcha que más parecía una nevada, se fueron acercando al Frente Nacional y, aprovechando un alto en los cánticos de los soldados, dieron alguna voz para hacerse oír. Pronto escucharon a un centinela que decía –parece que llama alguien-, momento que aprovecharon para decir que eran dos hermanos que se pasaban desde el Frente Republicano. 
Con todas las reservas del mundo los llevaron hasta el Comandante de puesto donde les tomó declaración y cuando dijeron que otro hermano, Emilio, había tenido que salir huyendo del pueblo, en busca de los Nacionales y que no habían vuelto a saber nada de él desde el verano, el oficial les informó que allí había un soldado que se llamaba López Alcalde, pero que el nombre era Luciano, al que hizo llamar y, efectivamente, era su hermano, con nombre de pila Luciano Emilio, al que siempre habían llamado Emilio, obviando el primer nombre (Luciano), pero que en el ingreso en el ejército habían tomado su primer nombre.
Los llevaron a Sigüenza, ya recuperada por el Frente Nacional, donde se había establecido el Mando, y escoltados (el comandante tuvo la deferencia) por su propio hermano.
Mientras tanto Castejón había pasado a poder republicano y algunas familias habían huido a Sigüenza, Atienza, etc., ya en poder del Ejército Nacional, extableciéndosen en casas particulares (mis padres mantuvieron amistades durante toda la vida), de tal modo que los hermanos López Alcalde, los tres (Emilio, Gerardo y  Manuel), en Sigüenza se reencontraron con sus padres.
A mi padre, Gerardo, aún le quedaba otra sorpresa: en la misma huida del pueblo por la llegada de los Republicanos, también había llegado a Sigüenza mi madre, recién  alumbrada a su primera hija, Carmen, nacida en Enero y que mi padre aún no conocía. Cuando los pocos militares del Frente Nacional que ocupaban el pueblo vieron la eminente llegada de los republicanos, pues llevaban unos días muy cerca, y a pesar de pedir refuerzos éstos no llegaban, se dio la alarma de que  los republicanos podían llegar al pueblo, y después de que algún avión en  vuelo rasante disparando la ametralladora hizo que los acompañantes a un entierro tuvieran que abandonar el féretro y esconderse en los pajares durante un buen rato, mi madre cogió a su hija y, envueltas en una manta, salio de la casa de sus padres y se iba a otra casa que tenía una bodega para refugiarse con la niña. En  la calle la vio un militar y al observar éste las condiciones en las que iba, la hizo subir a un camión militar y la llevaron a Matillas, donde tomó un tren hasta Sigüenza, al hospital. Sus padres, mis abuelos maternos, que creían que su hija y nieta estaban refugiadas en el  pueblo, al no encontrarlas, las buscaron por distintos pueblos hasta que las localizaron en Sigüenza una semana más tarde. Mi padre conoció a su hija en Sigüenza cuando ya tenía mes y medio.
P. D. Me llamaba mucho la atención un comentario que le oí decir alguna vez a mi padre llegado al punto del encuentro con su hermano (Luciano Emilio): “Si en vez de destinarnos a la cocina nos mandan a las trincheras hubiéramos podido disparar algún tiro y matar a nuestro propio hermano, o viceversa “.
Pregunto yo: ¿Puede haber una guerra más estúpida?.

3 comentarios:

  1. Me ha encantado conocer una parte de la vida del abuelo...

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  2. Jo, precisamente este fin de semana en el pueblo, el tío Santiago y mi padre han estado contando esta historia en la sobremesa de las super comidas. Estas historias sirven para recordar al abuelo y para entender mejor ese momento.

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  3. Hola Paco, soy Ana, la hija de Emilio, nieta de Luciano Emilio. Me ha encantado leer la historia completa, sólo había oido (o al menos sólo recordaba) una parte de la misma. Gracias por escribirla, voy a guardarla para que ya no se me olvide más.

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