domingo, 11 de diciembre de 2011

EL DIA DE LA MATANZA

Una gran fiesta familiar. Podía ser Diciembre, Enero, Febrero y hasta Marzo, dependiendo de algunas “pequeñas” cosas: de la necesidad que pudiera haber en la casa de los recursos de la matanza, de la escasez de pienso para seguir manteniendo el cerdo, de que éste ya hubiera alcanzado el peso ideal, etc. También se procuraba que fueran días secos, con fuertes heladas, para que la matanza se oreara bien sin peligro del moho.

La víspera ya se hacía acopio de las cosas más elementales como un buen montón de aliagas para que la lumbre estuviera “viva” y poder calentar el agua para pelar el cochino; afilar los cuchillos, para facilitar el trabajo; preparar las “cucharas”, unos útiles muy curiosos para “pelar” el cerdo.

Era una faena que había que hacer muy a primera hora de la mañana. Se encendía la lumbre y se atizaba sin parar para que el agua hirviera. Simultáneamente se concentraban los familiares: los tíos, para ayudar en la faena de sacrificar el cerdo.

Normalmente se traía el cerdo andando por sus propios medios hasta donde se tenía preparada la “gamella”; el matarife, jefe de la cuadrilla, le echaba el gancho por debajo del hocico y en ese mismo momento se abalanzaban todos sobre el cerdo, un hombre a cada pata y yo al rabo, se tumbaba sobre la gamella puesta bocabajo y se le clavaba el cuchillo, recogiendo la sangre en un cubo o barreño. Cuando el animal expiraba, una vez se había quedado sin sangre, se echaba al suelo para darle la vuelta a la gamella, se metía el cerdo en ella, normalmente con la panza hacia abajo y se le cubría de agua hirviendo; se le daban unas vueltas con una soga puesta previamente por debajo de su cuerpo y en unos instantes ya se podía iniciar la faena de pelar todo el cuerpo del cerdo. Después se le ponía panzarriba, ya fuera del agua y sujetándolo de las cuatro patas se le abría en dos cortes longitudinales, se le quitaba la parte de las tetillas (el alma), se le abrían las mantecas y ya estaba en condiciones de colgarlo para extraerle todo el “mondongo”.  Ya sin las tripas se le dejaba colgado para que se oreara hasta la mañana siguiente.

Esta faena normalmente la realizaban los hombres; solo intervenía una mujer cuya función era la de agitar la sangre para que no cuajara.

Las mujeres, mientras tanto, iban preparando el almuerzo que, generalmente, consistía en una gran caldera de migas y, de segundo, los torreznos que se sacaban, precisamente de la parte de las tetillas que se le había quitado al cerdo (se cometía una cierta imprudencia, pues estos torreznos se comían antes de que el veterinario hiciera los análisis oportunos de la carne del cerdo), bien fritos, bien cargados de ajos y con una buena chorretada de vinagre.

Después, las mujeres, lavaban todas las tripas del cerdo, acondicionándolas para, con las más gruesas embutir las morcillas y con el resto el chorizo: longanizas y güeñas.

Entre matar el cerdo y almorzar, se pasaba toda la mañana. El resto del día, aparte de las faenas cotidianas como  cuidar el ganado, se empleaba en traer a la casa alguna carga de leña y, cosa muy importante, tratar de cazar alguna liebre (pocas veces se fallaba), que formaba parte del guiso para cenar y cuyo caldo era la base para hacer el morteruelo. Mientras, en la casa, las mujeres iban preparando la cena que resultaba ser el momento de concentración familiar.

La cena podía consistir en un caldo, que hasta podía ser el de las morcillas y un plato “ligero”; el que resultaba de un puchero donde se cocían garbanzos; la carne de una gallina; la liebre, si se conseguía cazar; la asadura, de la que algunas partes iban a las güeñas y otras al morteruelo; carne de oveja, más  todo lo que no me acuerdo. Con el caldo de este puchero y el hígado rallado se hacía el morteruelo (que cosa más rica).

Para hacer la digestión de esta cena, en la que no podía faltar el vino, se tomaban unas copas de aguardiente y,  el remate lógico era una reñidísima partida de cartas: la brisca. Entre robar y matar se hacían las tantas de la madrugada.



El día después del día de la matanza.



El segundo día solía empezar haciéndose el pesaje del cerdo en canal, después se le tendía sobre una manta y se descuartizaba, separando las distintas partes del cerdo: las costillas, el espinazo, los lomos, los jamones, las paletillas, la careta, las orejas. La cabeza se solía partir de un hachazo para extraer los sesos del cerdo (que cosa más rica).

Había un detalle que no dejaba de tener su importancia: las magras ó “somarrillo” que se asaban directamente sobre las ascuas del fuego, en el mismo momento de descuartizar el cerdo y que tan solo con añadirles unos granos de sal resultaban un manjar exquisito (que cosa más rica).

Con las partes magras, es decir lo de mejor calidad, se hacían las longanizas y con partes de panceta y algo de la asadura: la “pajarilla”, el “cuajo”, se hacían las güeñas. Todo esto se picaba, se sazonaba, con especias varias (aquí cada casa tenía sus preferencias dándole su toque personal) y se embutía en las tripas del cerdo una vez limpias (yo recuerdo cuando aún se hacía a mano, llenando la tripa de carne picada valiéndose de un embudo). Los lomos también se sazonaban, como los espinazos, los jamones, los costillares y todo se colgaba en unas varas que pendían de unos ganchos en el techo de la cocina, donde las morcillas ya llevaban unos días y se tenían aproximadamente una semana o diez días, dependiendo de la climatología. Lo más cercano al fuego serían las longanizas, ya que el humo del hogar también formaba parte del ramillete de sabores de la longaniza. Tanto las longanizas, como los lomos y las costillas se guardaban en ollas de barro, después de pasarlas por la sartén, vuelta y vuelta, hasta el momento de su consumo (¡ay, que cosa más rica!).

No me olvido de otros manjares como las judías blancas con patas de cerdo, o con oreja, o con careta, ¿y los torreznos?, tan socorridos en la alimentación rural. Pero mi debilidad, porque esto es una debilidad, es la lengua. Mira, una lengua bien sazonada, bien curada, muy dura, cortada en lonchas finas, no hay nada a lo que mi paladar pueda estar más agradecido. El vino lo pongo yo.

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