viernes, 23 de diciembre de 2011

Recuerdo de mis abuelos

De mi abuela materna, mi abuela Feliciana, tengo muy vagos recuerdos, pues murió cuando yo tenía 7 años. Recuerdo tres detalles, dos muy tiernos, como que a mis cortos años, yo aún no podía saltar el arroyo que transcurría por el centro de la calle, dividiéndola en dos mitades y ella me pasaba de un lado al otro del arroyo cuando mi primo Marcelino, hijo de mi tío Clemente, más o menos de mi misma edad, me quería pegar y él tenía que correr hasta el puente para pasar al otro lado, momento en el que mi abuela me volvía a pasar el arroyo y mi primo tenía que volver a ir hasta el puente. Otro detalle que recuerdo es que nos preparaba unas pipas de calabaza fritas que estaban muy ricas. Pero sobre todo, aún la veo de cuerpo presente. Probablemente sería el primer cadáver que presencié y me dejó marcado.

De mi abuelo Fausto recuerdo algo más. Conviví con él hasta los 16 años y, además, fuimos colegas en las faenas de cavar, podar e injertar las viñas. Mi abuelo Fausto era un fumador empedernido y también le gustaba, quizás en exceso, “empinar el codo”; sobre todo cuando se juntaba a merendar, y era con demasiada frecuencia, con su amigo Feliciano, a dar buena cuenta de los conejos escabechados que preparaba el Feliciano después de cazarlos con lazo.

Lo del fumar era toda una parsimoniosa ceremonia, al menos así la recuerdo yo: se sentaba en una silla si estaba en casa y en una piedra ó en el suelo si estaba en el campo; del bolsillo superior de la chaqueta de pana sacaba el “librillo” del que extraía un papelillo que se sujetaba con los labios; sacaba la petaca, de un bolsillo lateral, donde guardaba el tabaco picado de un cuarterón; se echaba una porción, ya calculada, en la mano; tomaba el papelillo, con el borde engomado por la parte de adentro y en el lado superior; extendía longitudinalmente el tabaco y empezaba una larga maniobra de liar y desliar el cigarro hasta que éste quedaba uniforme en su grosor y dureza; pasaba la lengua por la gomina de pegar y por una extremidad  del pitillo, la que destinaba a la boca y en el otro extremo doblaba ligeramente el papel para que no se cayera ninguna hebra de tabaco.

La segunda parte era el encendido del pitillo. Se colocaba el cigarro en la boca y del otro bolsillo lateral de la chaqueta sacaba el mechero, que algunas veces podía tener casi medio metro de mecha, giraba la mecha en el canutillo del mechero, haciendo un poco de presión para que saliera por la parte superior; una vez la mecha fuera del canutillo, cogía el mechero con una mano presionando ese extremo de la mecha con el dedo pulgar y con la palma abierta de la otra mano daba un golpe de arriba abajo, haciendo girar la rueda, algo dentada, del mechero y ésta, al rozar sobre la “piedra” hacía saltar chispas que prendían, algunas veces muy ligeramente, en la mecha. Entonces se cogía el pitillo de la boca y soplaba para darle viveza a la parte encendida, daba unas bocanadas con fuerza, yo diría que hasta con ansia, metiéndose el humo hasta los tobillos y después de un larguísimo rato volvía a salir el humo por la nariz, por la boca y hasta por las orejas. En los últimos años de su vida, cuando el pulso no le permitía liar los cigarros y, aunque supongo que con menos destreza y mucho más esfuerzo, yo aprendí a liárselos. Terminó fumando el “caldo de gallina” que ya se compraba liado.

Las “colillas”, ya que eran sin boquilla, las apagaba? y las guardaba en el bolsillo para, cuando había cantidad suficiente, aprovecharlas para un cigarro. Más de una vez quemó la chaqueta por meterlas sin apagar del todo.

Sobre mis abuelos paternos, por haber convivido menos con ellos, tengo menos anécdotas. A mi abuela Heliodora la recuerdo siempre delicada de salud, saliendo muy poco de casa por sus problemas visuales, y unas rosquillas y magdalenas que hacía que estaban muy buenas. Bueno, nunca supe con certeza si las hacía ella o mi tía María.

En cuanto a mi abuelo Manuel, con un físico grandote y bonachón, lo recuerdo, sobre todo, trillando en la era de detrás de donde vivían. Esas tardes tan monótonas yo montado en el trillo sesteando, hasta las mulas pareciera que se quedaban dormidas, mientras él le daba la vuelta a la parva. Cuando terminaba y se subía al trillo, las mulas detectaban que había subido al trillo un hombre por el mayor peso de arrastre, además, acompañaba con un juramento tremendo. Gritaba: “mecagüen” los coches de los señoritos y las mulas ponían la quinta marcha.

Aparte del mote de cada uno de ellos: “salero” para el primero y “artillero” para el segundo, otra cosa que recuerdo, tanto de los abuelos maternos como paternos, es la Nochebuena que después de cenar nos llevaba mi padre tocando la pandereta, la zambomba, el almirez y una botella de anís, a cantar algún villancico y a pedir el aguinaldo, y el día de Reyes, cuando pasábamos a recoger los regalos. Indistintamente en cada una de las dos casas los Reyes nos echaban castañas, nueces, turrón, mandarinas y algunas monedas. Monedas, monedas… Estoy hablando de “perra gorda” (10 céntimos de peseta) y “perra chica” (5 céntimos de peseta).

domingo, 11 de diciembre de 2011

EL DIA DE LA MATANZA

Una gran fiesta familiar. Podía ser Diciembre, Enero, Febrero y hasta Marzo, dependiendo de algunas “pequeñas” cosas: de la necesidad que pudiera haber en la casa de los recursos de la matanza, de la escasez de pienso para seguir manteniendo el cerdo, de que éste ya hubiera alcanzado el peso ideal, etc. También se procuraba que fueran días secos, con fuertes heladas, para que la matanza se oreara bien sin peligro del moho.

La víspera ya se hacía acopio de las cosas más elementales como un buen montón de aliagas para que la lumbre estuviera “viva” y poder calentar el agua para pelar el cochino; afilar los cuchillos, para facilitar el trabajo; preparar las “cucharas”, unos útiles muy curiosos para “pelar” el cerdo.

Era una faena que había que hacer muy a primera hora de la mañana. Se encendía la lumbre y se atizaba sin parar para que el agua hirviera. Simultáneamente se concentraban los familiares: los tíos, para ayudar en la faena de sacrificar el cerdo.

Normalmente se traía el cerdo andando por sus propios medios hasta donde se tenía preparada la “gamella”; el matarife, jefe de la cuadrilla, le echaba el gancho por debajo del hocico y en ese mismo momento se abalanzaban todos sobre el cerdo, un hombre a cada pata y yo al rabo, se tumbaba sobre la gamella puesta bocabajo y se le clavaba el cuchillo, recogiendo la sangre en un cubo o barreño. Cuando el animal expiraba, una vez se había quedado sin sangre, se echaba al suelo para darle la vuelta a la gamella, se metía el cerdo en ella, normalmente con la panza hacia abajo y se le cubría de agua hirviendo; se le daban unas vueltas con una soga puesta previamente por debajo de su cuerpo y en unos instantes ya se podía iniciar la faena de pelar todo el cuerpo del cerdo. Después se le ponía panzarriba, ya fuera del agua y sujetándolo de las cuatro patas se le abría en dos cortes longitudinales, se le quitaba la parte de las tetillas (el alma), se le abrían las mantecas y ya estaba en condiciones de colgarlo para extraerle todo el “mondongo”.  Ya sin las tripas se le dejaba colgado para que se oreara hasta la mañana siguiente.

Esta faena normalmente la realizaban los hombres; solo intervenía una mujer cuya función era la de agitar la sangre para que no cuajara.

Las mujeres, mientras tanto, iban preparando el almuerzo que, generalmente, consistía en una gran caldera de migas y, de segundo, los torreznos que se sacaban, precisamente de la parte de las tetillas que se le había quitado al cerdo (se cometía una cierta imprudencia, pues estos torreznos se comían antes de que el veterinario hiciera los análisis oportunos de la carne del cerdo), bien fritos, bien cargados de ajos y con una buena chorretada de vinagre.

Después, las mujeres, lavaban todas las tripas del cerdo, acondicionándolas para, con las más gruesas embutir las morcillas y con el resto el chorizo: longanizas y güeñas.

Entre matar el cerdo y almorzar, se pasaba toda la mañana. El resto del día, aparte de las faenas cotidianas como  cuidar el ganado, se empleaba en traer a la casa alguna carga de leña y, cosa muy importante, tratar de cazar alguna liebre (pocas veces se fallaba), que formaba parte del guiso para cenar y cuyo caldo era la base para hacer el morteruelo. Mientras, en la casa, las mujeres iban preparando la cena que resultaba ser el momento de concentración familiar.

La cena podía consistir en un caldo, que hasta podía ser el de las morcillas y un plato “ligero”; el que resultaba de un puchero donde se cocían garbanzos; la carne de una gallina; la liebre, si se conseguía cazar; la asadura, de la que algunas partes iban a las güeñas y otras al morteruelo; carne de oveja, más  todo lo que no me acuerdo. Con el caldo de este puchero y el hígado rallado se hacía el morteruelo (que cosa más rica).

Para hacer la digestión de esta cena, en la que no podía faltar el vino, se tomaban unas copas de aguardiente y,  el remate lógico era una reñidísima partida de cartas: la brisca. Entre robar y matar se hacían las tantas de la madrugada.



El día después del día de la matanza.



El segundo día solía empezar haciéndose el pesaje del cerdo en canal, después se le tendía sobre una manta y se descuartizaba, separando las distintas partes del cerdo: las costillas, el espinazo, los lomos, los jamones, las paletillas, la careta, las orejas. La cabeza se solía partir de un hachazo para extraer los sesos del cerdo (que cosa más rica).

Había un detalle que no dejaba de tener su importancia: las magras ó “somarrillo” que se asaban directamente sobre las ascuas del fuego, en el mismo momento de descuartizar el cerdo y que tan solo con añadirles unos granos de sal resultaban un manjar exquisito (que cosa más rica).

Con las partes magras, es decir lo de mejor calidad, se hacían las longanizas y con partes de panceta y algo de la asadura: la “pajarilla”, el “cuajo”, se hacían las güeñas. Todo esto se picaba, se sazonaba, con especias varias (aquí cada casa tenía sus preferencias dándole su toque personal) y se embutía en las tripas del cerdo una vez limpias (yo recuerdo cuando aún se hacía a mano, llenando la tripa de carne picada valiéndose de un embudo). Los lomos también se sazonaban, como los espinazos, los jamones, los costillares y todo se colgaba en unas varas que pendían de unos ganchos en el techo de la cocina, donde las morcillas ya llevaban unos días y se tenían aproximadamente una semana o diez días, dependiendo de la climatología. Lo más cercano al fuego serían las longanizas, ya que el humo del hogar también formaba parte del ramillete de sabores de la longaniza. Tanto las longanizas, como los lomos y las costillas se guardaban en ollas de barro, después de pasarlas por la sartén, vuelta y vuelta, hasta el momento de su consumo (¡ay, que cosa más rica!).

No me olvido de otros manjares como las judías blancas con patas de cerdo, o con oreja, o con careta, ¿y los torreznos?, tan socorridos en la alimentación rural. Pero mi debilidad, porque esto es una debilidad, es la lengua. Mira, una lengua bien sazonada, bien curada, muy dura, cortada en lonchas finas, no hay nada a lo que mi paladar pueda estar más agradecido. El vino lo pongo yo.

domingo, 4 de diciembre de 2011

ALFRIÑÍO, ARREPOLLINAR, CIRIATE O CIRATE

Bueno, hemos conseguido dar contestación, creo que correcta, a las tres palabras propuestas por Alfredo/Laura.

ALFRIÑÍO.- Mezcla de pienso que se hacía para que comieran los cerdos, consistente en un revuelto de cebada molida, salbado, etc.

ARREPOLLINAR.- En Castejón se empleaba para definir una labor que consistía en resguardar la planta con tierra fresca del hondo del surco al excavar con la azada, engordando el caballón. Por ejemplo al excavar los tomates, las berzas, etc. Quizás en una expresión más amplia, binar la tierra. Dar segunda labor a las tierras, en particular a las viñas
a) Una consulta hecha a alguien, Alfredo, creo que asturiano, que empleaba la palabra“arrepollinar”, la contestación ha sido :
-A veces, nos inventamos palabros, y arrepollinar es una de ellas. Posiblemente no lo encuentres en ningún sitio. Yo defino este  vocablo como un compuesto de arre y pollino. Arre; estímulo para las bestias. Pollino; asno joven y cerril. Es decir: arrepollinar sería un verbo para designar el burro de carga que se ve obligado a transportar algo con esfuerzo. Eso era lo que hacíamos los chicos con los colchones; arrepollinar. En cristiano, acarrear, transportar, llevar, portear, trasladar.
b) Otra consulta hecha a otro blog que empleaba la palabra arrepollinar, allá por el 2009, ha dado el fruto más interesante desde el punto de vista gramatical. Me dice :
No sabía que “arrepollinar” no saliera en el diccionario, ¿quizás sea un canarismo? “arrepollinar”, o más comúnmente “arrepollinarse” significa encogerse sobre uno y quedarse en un sillón, apalancarse; aunque en esta situación concreta lo utilizo como sinónimo de acomodarse en casa y estudiar.
c) Una tercera consulta a otro blog donde aparecía la palabra “arrepollinar”, no la he podido verificar por estar actualmente cancelado. Ahora bien, parece que queda clara su definición, pues la expresión escrita es : “y me pude arrepollinar en el sofá”. Similar a la b).
d) Aquí está la prueba definitiva, que viene a ratificar  la b) y la c), la que yo tomo como buena. La b) ya dice algo en la pregunta ¿quizás sea un canarismo?, lo que denota que quizás la persona que contesta sea de la Comunidad Canaria, aunque está claro que en Castejón se le daba otro significado.
Esta prueba es la siguiente: El verbo arrepollinar lo recoge el INSTITUTO DE VERBOLOGÍA HISPÁNICA y este Instituto solo recoge los verbos que son de uso exclusivo en Canarias.

CIRIATE.- Emilio aporta lo siguiente respecto a “ciriate”: que podría ser una deformación de cirate (también llamado acirate), ya que de las siguientes definiciones, la 1 y la 2 se ajustan a lo que en Castejón (creo yo) definíamos como ciriate.
Cirate = Acirate.
(Del ár. hisp. assira, este del ár. clás. irā o sirā, este del arameo isā, y este del lat. strāta, calzada, vía).
1. m. Loma que se hace en las heredades y sirve de lindero.
2. m. Caballón (Lomo que se levanta con la azada para formar y dividir las eras de las huertas para plantar las hortalizas o aporcarlas.)
3. m. Senda que separa dos hileras de árboles en un paseo.