De mi abuela materna, mi abuela Feliciana, tengo muy vagos recuerdos, pues murió cuando yo tenía 7 años. Recuerdo tres detalles, dos muy tiernos, como que a mis cortos años, yo aún no podía saltar el arroyo que transcurría por el centro de la calle, dividiéndola en dos mitades y ella me pasaba de un lado al otro del arroyo cuando mi primo Marcelino, hijo de mi tío Clemente, más o menos de mi misma edad, me quería pegar y él tenía que correr hasta el puente para pasar al otro lado, momento en el que mi abuela me volvía a pasar el arroyo y mi primo tenía que volver a ir hasta el puente. Otro detalle que recuerdo es que nos preparaba unas pipas de calabaza fritas que estaban muy ricas. Pero sobre todo, aún la veo de cuerpo presente. Probablemente sería el primer cadáver que presencié y me dejó marcado.
De mi abuelo Fausto recuerdo algo más. Conviví con él hasta los 16 años y, además, fuimos colegas en las faenas de cavar, podar e injertar las viñas. Mi abuelo Fausto era un fumador empedernido y también le gustaba, quizás en exceso, “empinar el codo”; sobre todo cuando se juntaba a merendar, y era con demasiada frecuencia, con su amigo Feliciano, a dar buena cuenta de los conejos escabechados que preparaba el Feliciano después de cazarlos con lazo.
Lo del fumar era toda una parsimoniosa ceremonia, al menos así la recuerdo yo: se sentaba en una silla si estaba en casa y en una piedra ó en el suelo si estaba en el campo; del bolsillo superior de la chaqueta de pana sacaba el “librillo” del que extraía un papelillo que se sujetaba con los labios; sacaba la petaca, de un bolsillo lateral, donde guardaba el tabaco picado de un cuarterón; se echaba una porción, ya calculada, en la mano; tomaba el papelillo, con el borde engomado por la parte de adentro y en el lado superior; extendía longitudinalmente el tabaco y empezaba una larga maniobra de liar y desliar el cigarro hasta que éste quedaba uniforme en su grosor y dureza; pasaba la lengua por la gomina de pegar y por una extremidad del pitillo, la que destinaba a la boca y en el otro extremo doblaba ligeramente el papel para que no se cayera ninguna hebra de tabaco.
La segunda parte era el encendido del pitillo. Se colocaba el cigarro en la boca y del otro bolsillo lateral de la chaqueta sacaba el mechero, que algunas veces podía tener casi medio metro de mecha, giraba la mecha en el canutillo del mechero, haciendo un poco de presión para que saliera por la parte superior; una vez la mecha fuera del canutillo, cogía el mechero con una mano presionando ese extremo de la mecha con el dedo pulgar y con la palma abierta de la otra mano daba un golpe de arriba abajo, haciendo girar la rueda, algo dentada, del mechero y ésta, al rozar sobre la “piedra” hacía saltar chispas que prendían, algunas veces muy ligeramente, en la mecha. Entonces se cogía el pitillo de la boca y soplaba para darle viveza a la parte encendida, daba unas bocanadas con fuerza, yo diría que hasta con ansia, metiéndose el humo hasta los tobillos y después de un larguísimo rato volvía a salir el humo por la nariz, por la boca y hasta por las orejas. En los últimos años de su vida, cuando el pulso no le permitía liar los cigarros y, aunque supongo que con menos destreza y mucho más esfuerzo, yo aprendí a liárselos. Terminó fumando el “caldo de gallina” que ya se compraba liado.
Las “colillas”, ya que eran sin boquilla, las apagaba? y las guardaba en el bolsillo para, cuando había cantidad suficiente, aprovecharlas para un cigarro. Más de una vez quemó la chaqueta por meterlas sin apagar del todo.
Sobre mis abuelos paternos, por haber convivido menos con ellos, tengo menos anécdotas. A mi abuela Heliodora la recuerdo siempre delicada de salud, saliendo muy poco de casa por sus problemas visuales, y unas rosquillas y magdalenas que hacía que estaban muy buenas. Bueno, nunca supe con certeza si las hacía ella o mi tía María.
En cuanto a mi abuelo Manuel, con un físico grandote y bonachón, lo recuerdo, sobre todo, trillando en la era de detrás de donde vivían. Esas tardes tan monótonas yo montado en el trillo sesteando, hasta las mulas pareciera que se quedaban dormidas, mientras él le daba la vuelta a la parva. Cuando terminaba y se subía al trillo, las mulas detectaban que había subido al trillo un hombre por el mayor peso de arrastre, además, acompañaba con un juramento tremendo. Gritaba: “mecagüen” los coches de los señoritos y las mulas ponían la quinta marcha.
Aparte del mote de cada uno de ellos: “salero” para el primero y “artillero” para el segundo, otra cosa que recuerdo, tanto de los abuelos maternos como paternos, es la Nochebuena que después de cenar nos llevaba mi padre tocando la pandereta, la zambomba, el almirez y una botella de anís, a cantar algún villancico y a pedir el aguinaldo, y el día de Reyes, cuando pasábamos a recoger los regalos. Indistintamente en cada una de las dos casas los Reyes nos echaban castañas, nueces, turrón, mandarinas y algunas monedas. Monedas, monedas… Estoy hablando de “perra gorda” (10 céntimos de peseta) y “perra chica” (5 céntimos de peseta).
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