En mis años de adolescente, cuando no era capaz de apreciarlos en su máxima intensidad, hubo muchos momentos de esplendorosa soledad, donde las únicas señales de que otra vida existía eran ver cruzar el cielo un avión u oír en la lejanía el silbido de un tren que, ya de paso, me actualizaba la hora: el correo de las 10:30, o el corto de la 1. O al revés, que ya no me acuerdo.
Con esa misma intensidad es con la que ahora añoro aquellos momentos, estando en la gran ciudad, a la que le estoy agradecido, en tanto en cuanto me ha proporcionado los medios para poder vivir y sacar adelante a mi familia, pero que no regateo esfuerzos a la hora de salir a la vida rural, con tantas limitaciones, pero con tantas ventajas de calidad de vida saludable.
Claro, los tiempos son distintos. No es lo mismo vivir ahora en el medio rural que en aquellos lejanos años 60 del siglo pasado.
En la actualidad, de puertas para adentro, en las casas, no hay ninguna desventaja con respecto a vivir en una gran ciudad; se tienen todo tipo de comodidades, se tienen todos los medios para no sentirse aislado si uno no lo desea. Si, voluntariamente, te conectas a uno de los infinitos aparatos de “alta tecnología”, puedes sentirte como si estuvieras en la gran ciudad; pero sin conectarte a esos “aparatos” puedes estar en la más esplendorosa soledad, tanto cerrado en casa, como en la calle o el campo; cosa muy difícil de conseguir en la ciudad y, al mismo tiempo, uno puede perderse en largos paseos por el campo, entre la variada y salvaje vegetación de robles, encinas, jaras, etc. y avistar de cuando en cuando la también variada, aunque escasa, fauna de, básicamente, especies cinegéticas.
Los inviernos, con días cortos y noches largas, ¡cuantas horas alrededor de la lumbre en los días y noches de lluvias persistentes! Días grises, plomizos, en la soledad del campo, con la única compañía del rebaño y tu fiel compañero, el perro. El fenómeno de ver nevar grandes copos de nieve, sin un ápice de aire, que revolotean como cientos de miles de mariposas, todas blancas, al imaginario ritmo de vals, tratando de hacer eternos esos momentos, como si se resistieran a posarse en su tumba, el suelo. ¡Qué infinita quietud! ¿Es que hay algún espectáculo más hermoso y placentero?
Despierta Paco, que cuando el suelo se cubría con un cierto grosor y a pesar de la apariencia tan inmaculada, empezaban los inconvenientes y las penurias, que hoy las pasaremos por alto.
En la primavera, cuando los días ya se van haciendo lo suficientemente mayores y el sol, con más horas de trabajo, calienta la tierra, después de un invierno lluvioso, y toda la naturaleza da síntomas de estar preñada y a punto de parir, brota vida por doquier, los cereales se desperezan del letargo invernal y crecen estirándose en su verticalidad, toda la Alcarria se convierte en un inmenso mar de variadas tonalidades verdosas. La vida fluye en todo su esplendor. Los pájaros, en permanente algarabía, celebran bodas y en pareja construyen sus nidos.
Cuando llega el verano toda la vegetación termina dando su fruto. Los cereales ya espigados, semejan mejor que nunca, un oleaje infinito que va cambiando su colorido tornándose en dorados por imperativo del astro rey; la perdiz rojilla ha conseguido que ningún depredador haya encontrado su nido camuflado en un retazo y ha sacado una docena de perdigones que corren detrás de la perdiz madre recibiendo sus primeras enseñanzas de supervivencia que, ellos ya lo saben a pesar de sus cortos días de existencia, son de obligado cumplimiento.
Para los agricultores es el momento de recoger beneficios. Lo que hace ya unos cuantos años empezaba por San Pedro, segando la cebada temprana y se alargaba hasta metido el mes de Septiembre, guardando la paja para pienso del ganado, “estar de boda” se decía; ahora son no más de tres semanas; sentado en la cosechadora, escuchando música y, por qué no, con aire acondicionado. El grano desde la cosechadora al remolque o camión para transportarlo hasta la nave (ya no hay que cargar con los sacos o costales para subirlo al granero).
Hace años las fiestas patronales se celebraban, generalmente, en Septiembre, cuando ya se habían terminado las faenas de recolección. San Miguel, nuestro patrón en Castejón de Henares, el 29 de Septiembre, marcaba el inicio de la sementera.
El inicio del otoño lo marcaba precisamente la Fiesta Patronal. Los campos de labor eran unas extensas rastrojeras en la mitad del término, la otra mitad eran barbechos; esta línea divisoria estaba marcada en la alcarria por la carretera: a un lado barbechos y a otro lado rastrojos. El monte no cambiaba de color. La encina, predominante en el término, monocolor todo el año; si acaso, en primavera, los nuevos brotes tienen una tonalidad del verde menos intenso. El otoño en la alcarria de Castejón no tenía ningún atractivo cromático. Si Septiembre había sido algo lluvioso, entonces los rastrojos se convertían en una especia de bandera verdiblanca, los lomos de los surcos blancos, por el rastrojo y los hondos verdes, por la porrina.
Otra cosa son las cuestas con las viñas y los cerezos que se tornaban en un color ocre que era un regalo para la vista, y las hileras de chopos marcando el curso de arroyos y, más lejano, del río Dulce, con sus tonos amarillos. Pronto se veían las bandadas de grullas (primero se las oía) formando una uve, barruntando la llegada del tiempo invernal. “Para los Santos, la nieve en los cantos”, se decía. Este refrán resultaba cierto muchos años.
También en el otoño los cazadores renovaban sus ilusiones cada año; después vinieron tiempos peores. Entre la mixomatosis, la enfermedad hemorrágica del conejo (EHV), los depredadores y la presión de los cazadores (mayor que nunca), se ha llegado al estado actual de práctica desaparición del conejo y sin visos de cambiar la tendencia. Una lástima, porque a pesar de todo, esto podría tener arreglo. Si otros lo han hecho ¿por qué en Castejón iba a ser distinto? Solo haría falta voluntad por parte de la mayoría de los cazadores.
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