Hace unos pocos días pasé 24 horas en las urgencias de un
hospital. Si no estás agobiado por tus dolencias y puedes prestar atención a lo
que pasa a tu alrededor, sacas la conclusión de que siempre hay alguien peor
que tú.
Yo estaba en una de las esquinas de la sala de boxes, cerca
de una de las dos entradas, y desde mi posición, cuando estaba la puerta
abierta, podía ver el transito del pasillo, lo que me venía muy bien cómo
entretenimiento. Las camas, aunque quizás demasiado próximas entre sí, estaban
organizadas de modo que parecía que había tres camas por habitación y las
habitaciones separadas por tabiques imaginarios. De las tres camas de mi
“habitación”, la más próxima a mí estuvo vacía hasta poco antes de que me
sacaran para llevarme a planta, donde pasé desde el jueves por la tarde hasta
(por ser fin de semana) el lunes al medio día que me mandaron para casa.
En la otra cama, la tercera, que ya estaba ocupada cuando
llegué yo el miércoles cerca de la media noche, estaba José Luis, con un cólico
nefrítico, que por momentos le hacía pasar un mal rato, pero que, en general,
nos dio tiempo para charlar ampliamente.
En otra esquina de la amplia sala de boxes, había un señor
(por la voz me parecía mayor), no sé cuál sería su dolencia, pero la pude
imaginar, que pasó parte de la noche y casi todo el día, quejándose.
-¡Ay mi pierna! ¡ay cómo me duele la pierna! ¡ay mi pierna!
¡ay mi pierna! chicas, chicas, chicas, chicas, chicas, chicas. De vez en cuando
alargaba el “chi”; chicas, chicas, chicas, chiiiicas, os he visto (cuando
pasaba alguna enfermera cerca de él), ¡ay como me duele la pierna! ¡ay mi
pierna! chicas, chicas, chicas, chicas, chicas. Otras veces en singular: chica,
chica, chica, que te he visto, ¡ay mi pierna!, ¡ay mi pierna! Mira por donde se
ha metido. Ven, ven, ven a sacarla; chicas, chicas, chicas, chiiicas.
A eso de la media tarde del jueves veo que llega por el
pasillo una señora empujando una silla de ruedas con un señor, de unos 60/65
años de edad, deja la silla mirando al interior de la sala y se adelanta para
abrir la segunda hoja de la puerta para poder meter la silla, momento en el que
el señor que ocupaba la silla, con voz de “tenor”:
-soy “fulano de tal” (dice su nombre y apellido) y soy de
San … (dice el nombre de su pueblo) con un vozarrón que ni Plácido Domingo; la
señora se coloca detrás de la silla y la empuja hacia el interior, momento en
el que el paciente, a voz en grito, dice:
-Socorro, socorro, socooorro, socorro, socooorro, pero es
que no hay nadie que me ayude en… (vacila un momento y continúa) a traer … la Paz a España. Socorro, socorro, socorro …
Un enfermero le dice, con mucha calma y poniéndole la mano
en un hombro, que se tranquilice, que lo van a curar, y le vuelve a preguntar
de qué pueblo es:
-De San … (cambia el nombre al Santo).
El enfermero le comenta “ya nos está engañando, ese no es el
pueblo que nos ha dicho antes; ha cambiado el nombre al Santo”.
Supongo que estos profesionales se valen de estas pequeñas
anécdotas para poder salir, al terminar su turno de trabajo, “airosos” y en
buenas condiciones mentales.
Al tiempo que le hacían, supongo, la ficha de ingreso en
urgencias, el proseguía; pero aquí cambió la expresión por:
-auxilio, auxilio, auxilio, auxilio, yo no he hecho nada,
auxilio, auxilio …
Algunas veces aún era capaz de aumentar el volumen de la
voz. Cuando terminaron de hacerle la ficha y se disponían a meterlo en la
camilla (él, por sí solo, no era capaz de levantarse de la silla), el enfermero
dio unas ordenes y una enfermera salió y, en segundos, volvió con una camilla
con cinchas.
Algunas veces, que hacía un pequeño descanso en sus
lamentos, se oía el del otro extremo:
-chicas, chicas, chicas, chicas. ¡Ay mi pierna! ¡Ay como me
duele la pierna! ¡Ay mi pierna! chicas, chicas, chicas, chicas ….
Volvía el “tenor”:
-auxilio, auxilio, auxilio, auxilio, auxilio, auxilio …
Entre tres enfermeros
y una enfermera lo pudieron poner en la cama y colocarle las cinchas por el
pecho, por la cintura y por cada una de las dos piernas. Cuando lo estaban
atando él proseguía:
-auxilio, auxilio,
auxilio. Yo no he hecho nada malo. Si me van a cerrar aquí, que me peguen dos
tiros; auxilio, auxilio, auxilio, auxiiilio, auxilio, auxilio.
Una doctora dijo que le pusieran dos miligramos de …. Al
poco tiempo estaba dormido y se lo llevaron para hace alguna radiografía.
Al quedarse dormido surgían las voces desde el otro extremo:
- chicas, chicas, chicas, que os he visto; chicas, chicas,
chicas, chicas, ¡ay cómo me duele la pierna!.
Trajeron al “tenor” que seguía dormido, incluso roncaba,
pero el otro, vamos a llamarle “barítono”, seguía:
-chicas, chicas, chicas, chicas ¡ay mi pierna! ¡ay mi
pierna! ¡ay mi pierna! ¡ay mi pierna! Chicas, chicas, chicas, chicas, ¡ay cómo
me duele la pierna!
A mi vecino, el del cólico nefrítico, que ya habían
conseguido estabilizarlo y que le habían hecho beber dos litros de agua (bueno
casi), ocho vasos, para hacerle una radiografía, se lo llevaban a una sala aparte. Al sacarlo le
dijeron que en un rato lo mandarían para casa.
-¡Adiós!, me dijo; encantado.
-¡Adiós!, José Luis, que te mejores, le dije yo.
-Igualmente. Llegó a contestarme, cuando ya salía de la
sala.
Después de un rato no muy largo y cuando el “tenor” aún seguía
dormido y el “barítono” continuaba:
-chicas, chicas, chicas, chicas, chicas, ¡ay cómo me duele
la pierna! ¡ay cómo me duele la pierna!
A mí me llevaron “a planta”.
Una habitación muy amplia y luminosa para mí solo. El
hospital es relativamente nuevo y aunque la habitación está equipada para dos
camas, estaba yo solo.
Unos pocos minutos después entró en la habitación un señor
(digo señor por que vestía de paisano, no con uniforme) que resultó ser el
médico que quedaba de guardia.
-¿usted es Francisco?- Preguntó.
-Si
-Bueno (prosiguió). Mañana por la mañana le verá el
neurólogo.
-¿Eh? ¿El neurólogo? Pregunté sorprendido. Si os digo la
verdad, bastante “acojonado”
-Usted ¿no es el paciente que ha perdido fuerza en las
piernas? Al tiempo que sacaba, del bolsillo de la americana, un papel, y
rectificó.
-Ah, no. Usted es este otro Francisco. Bueno soy el médico
general y mañana por la mañana, que los especialistas pasan consulta de 8 a 15,
a usted le visitarán y ya decidirán si lo dejan aquí el fin de semana o lo
mandan para casa.
Yo ya suponía que me iba a quedar el fin de semana, pues de
lo contrario me habrían mandado a casa desde las urgencias.
Efectivamente, el viernes me visitó una doctora, por cierto,
muy amable y simpática; me dijo que había visto el informe y que había un dato
que no se terminaba de normalizar. Me preguntó si era diabético, dado que el
azúcar había llegado a un pico excesivamente alto, pero que suponían que se
debía a un medicamento que me estaban inyectando y qué al bajar la dosis, este
pico estaba bajando y que me iban a dejar hospitalizado el fin de semana, con
unas instrucciones a las enfermeras y el lunes valoraría nuevamente la
situación.
Por la tarde me llevaron una hoja para elegir el menú del
fin de semana: podía elegir entre tres platos para el desayuno, tres platos
para la comida y otros tres platos para la cena; condimentados sin sal, debido
a mi condición de hipertenso. El domingo, para desayunar, podía elegir,
incluso, churros. Luego resultó que no se ajustaron del todo a lo que había
elegido. La merienda era siempre una infusión.
El lunes por la mañana (yo ya sabía que me mandarían para
casa, pues las enfermeras me habían ido diciendo que con la reducción de la
dosis del medicamento había ido bajando el nivel de azúcar), cuando me visitó
la doctora me dio el alta.
-Hasta luego, Lucas.
Un mes después aún no he sido capaz de curar el maldito
resfriado que fue el origen de todo esto y que me llevó al hospital.