Perdiz con perdigones Flikr (pichihuelva) |
¡Vaya cabreo que llevaba mi hermano!.
Habíamos estado cazando por el monte, cada uno con nuestra herramienta. El con su repetidora, que era la causa de su cabreo. Según él, y parece que según todos, esa escopeta no es muy práctica para la caza en espacios muy cerrados de maleza, donde los disparos, necesariamente, los tienes que hacer a distancias muy cortas, a tenazón. Son escopetas muy buenas para la caza en espacios abiertos, puesto que alcanzan mayor distancia que otras de su calibre; pero en los disparos muy cortos, el tiro abre poco y se da una de estas dos circunstancias: o no le das a la pieza, que es lo más probable, o si le das, normalmente la destrozas. Cualquiera de los dos resultados son cabreantes. De ahí la situación anímica de Manolo. En pocas palabras: no había tenido buen día.
Nos íbamos para casa, ya era última hora de la tarde, cuando al tomar la curva del cruce de la carretera con el camino de la “Mangá”, a muy poca distancia, había dos perdices en el centro de la carretera y, al aproximarse el coche, levantaron el vuelo y nos pareció que se paraban nada más alcanzar el llano en los barbechos del pico del Chaparro. Le dije a Manolo que metiera dos cartuchos en su escopeta y subiera con cuidado que, seguro, les podría tirar con cierta comodidad. Manolo se negó (reflejo de su cabreo) y me dijo que subiera yo si quería; pero yo tenía la escopeta en el maletero y metida en la funda y había que evitar ruidos que las pudieran ahuyentar. Entonces me dejó su escopeta y cogí dos cartuchos. Para qué más, si había dos perdices; un disparo para cada una y las dos al morral y para casa, así de fácil. Subí el tramo de aliagas, entre la carretera y el borde y al llegar arriba me agaché para que no me descubrieran las rojillas, me encaré la escopeta según me iba levantando con la vista puesta en los barbechos que tenía de frente. ¡Qué raro se me hacía aquello!. Para nada estaba acostumbrado a una repetidora. Yo siempre había cazado con la paralela; pero ya puestos, había que afrontar aquella situación y que “sea lo que Dios quiera”.
Me iba levantando muy poco a poco, sin quitar la vista de los barbechos y sin parpadear. Yo no veía nada que se moviera para soltar el primer disparo. Seguía levantándome, ya casi estaba erguido y pensando que habríamos apreciado mal la distancia y que, quizás, las perdices habían volado más de lo que a nosotros nos había parecido, cuando, a mi izquierda, oí que levantaban el vuelo. Me habían sorprendido ellas a mí, no yo a ellas. En un instante la sangre se me puso a hervir. Se había ido al garete lo del primer disparo antes de que levantaran el vuelo, que eran mis planes y giré la escopeta hacia ese lado, tirando con la mano izquierda, desacompasada, sin duda, de la mano derecha y en el recorrido hacia el blanco, presionaría el gatillo y se me escapó el primer disparo. ¡Me cago en todo lo que se menea!.
Huy, ¿pero qué ha pasado aquí?. Sorpresa. Las perdices estaban a una altura de unos 10 metros del suelo y una cae muerta, la que volaba delante y la otra, sin perder la compostura, giró 180º y se posó en el lomo de un surco y se quedó parada, pina y con la cabeza levantada, en posición que a mí me hizo pensar que una vez que se le pasara el aturdimiento del disparo, levantaría el vuelo. Por lo tanto había que dispararle el segundo y último tiro. Mientras me acercaba y sin quitar el punto de mira de la perdiz, dispuesto a disparar en cuanto que se moviera, pensé que alguien, escondido en algún sitio, habría disparado al mismo tiempo que a mi se me escapaba el tiro.
Me acerqué a la perdiz, que seguía de pie con mucha gallardía, ¡mira que es bonita la perdiz roja!, y valiente, y veloz, y lista, y…, no creía yo que aquello iba a terminar así. Le puse el extremo de los caños de la escopeta sobre el lomo, la presioné ligeramente, hasta dar con la pechuga en el suelo y la cogí. Cobré la otra y para el coche.
Cuando llegué al coche, mi hermano me interrogó que ¿cómo había disparado solo un tiro? y al intentar contárselo me dio un ataque de risa. Después me fue muy fácil hacérselo creer. Lógicamente, me había ido con dos cartuchos y volvía con uno, solo había disparado un tiro y había cazado dos perdices.
No me fue tan fácil hacérselo creer a otros que, estoy seguro, aún hoy lo ponen en duda. Alguien, pariente muy allegado a mi, un tiempo después, me dijo que lo había contado en un bar y que, hombre, uno le había dicho que parecía un tanto rocambolesco. Quedó claro que él tampoco se lo creyó. Esta es la fama que tenemos los cazadores.
Manolo se llevó la perdiz que había caído muerta en el disparo y yo me llevé la otra, la de la historia y al desplumarla, efectivamente, solo tenía un perdigón en la cabeza.
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