jueves, 23 de febrero de 2012

UNA LIEBRE Y UN CORDERO

Por suponer, supongo que era el mes de diciembre. Era un día muy nublado, de nubes muy bajas y, además, todo el día cayendo el “chirimiri” ese que parece que no moja pero que termina empapándote. También supongo que yo era muy, pero que muy, crío y Manolo más crío que yo. Por algo nos habían mandado aquel día a los dos con las ovejas que estaban pastando en el monte de los picos.

Estábamos en una lumbre al resguardo de las matas y después de que lleváramos oyendo ladrar un perro, no muy lejos de allí, un buen rato y, aparentemente, en el mismo sitio, decidí acercarme por si tenía algún conejo “cerrado” en alguna pared.

Cuando Manolo se había quedado solo vio una liebre que bajaba por la senda de los picos y que al pasar una pequeña mata de encina se quedó en ella. Manolo la veía que se movía pero no se iba, entonces dio una voz para llamarme y al observar que ni con la voz la liebre se iba, se acercó corriendo y comenzó a darle garrotazos. Cuando llegué yo la había matado y  al cogerla nos dimos cuenta que el animal había caído en un lazo.

Mientras tanto una oveja se había puesto de parto y no solamente era la primera que paría en el campo estando nosotros solos, sino que era una oveja que en aquellos días estábamos muy pendientes de ella ya que creíamos que abortaría por que unos días antes se había despeñado por el terraplén de la carretera, junto a la cueva de los franceses y suponíamos que, por el golpe, el cordero nacería muerto. Pues no, el cordero nació vivo, y aquel día nosotros íbamos a casa más contentos que unas castañuelas: el primer cordero que nos había nacido estando nosotros solos, y la primera liebre que cazamos nosotros solos también y sin escopeta. Las pasamos canutas el resto del día, porque con aquella llovizna, el frío que hacía, bastante mojados y con los kilos de la liebre (era muy grande) uno y el cordero recién nacido el otro, no era para tirar cohetes, pero nadie nos podía mermar un ápice el orgullo con que llegamos a casa y sacando la liebre del poncho de la manta la pusimos sobre el fogón como diciendo “ahí queda eso”.

Lo primero y más urgente, una vez en casa, era secarnos, que no cambiarnos de ropa, eso ha sido muy posterior. Entonces había que avivar el fuego de la lumbre, atizando con támaras y (cuando se llegaba a la casa en estas condiciones se nos permitía un lugar preferente) secarse todo lo que se podía, bien cerca de la llama, cambiando de postura permanentemente y soportando después “las cabrillas” y “los sabañones”.

¡Cuantas veces me tuvieron que calentar agua para las manos antes de podérmelas calentar directamente en el fuego que producía unos dolores tremendos!

Así eran las cosas entonces. Era duro, pero es la vida que nos tocó vivir. Eran los últimos años del subdesarrollo. Muy pronto empezaron a cambiar las cosas y la vida se hizo más humana. Nuestras generaciones son las que más cambio han experimentado. Se ha pasado de unas formas de vida y de trabajo que prácticamente eran las mismas del siglo XVIII, a la mecanización del campo en la segunda mitad del XX, que es lo que se dio en llamar “tiempos modernos”

Ahora después ha llegado la crisis y habrá que esperar a ver el lugar y tiempo en el que nos coloca.

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