Uno de los primeros días que me acerqué a este barranco, además de los conejos, había una pollada de perdigones que a peón se fueron dispersando por entre los juncos y unos minutos después, supongo que una vez controlada la nueva situación, escuché a la perdiz madre llamarlos para reunirlos nuevamente.
Ayer no llegué hasta la zona de las madrigueras por que había un rebaño pastando y supuse que me resultaría difícil poderlos observar, pero cuando iba andando por el camino del pinar, al llegar a la linde de un rastrojo y quedarme parado un momento antes de dar la vuelta, se arrancó una liebre que estaba encamada a no más de un metro de mis pies. No la pude ni saludar, no espero. Salió corriendo “como alma que lleva el diablo” (recuerdo esta expresión de mi madre), pero la pude observar durante un buen rato, corriendo, al principio con las orejas echadas para atrás, pero enseguida puso las orejas tiesas, una vez que comprobó que nada ni nadie la seguía. Cuando van perseguidas por un perro echan las orejas sobre los hombros y corren como una exhalación. Su instinto le diría que estaba ante un cazador. El próximo día que me la encuentre y ella no tenga tanta prisa, a ver si, entre los dos, podemos intercambiar algunos pareceres sobre cosas banales como la política. Le preguntaré su parecer sobre Rubalcaba y Rajoy; o la economía, en este punto le preguntaré qué opinión le merece la prima de riesgo.
Hoy, en el paseo matinal, tuve la ocasión de presenciar la cruda realidad de la supervivencia en la Naturaleza.
Caminaba yo solo y en la orilla del camino, en un pequeño cipotero, levantaron el vuelo una perdiz adulta y cinco perdigones. El vuelo no fue muy largo. Yo seguí caminando y cuando ya había pasado un tramo el lugar de donde se habían levantado, al escuchar el “cuchicheo” de una perdiz, me volví, en el preciso momento en el que un águila perdicera bajaba casi en picado y un poco antes de llegar al suelo sacó sus garras y … por muy poco, pero falló.
El terreno es yermo, con muy poco matorral: algunos espinos, matas de tomillo, espliego y aliagas, pero con muchos claros. Sin duda habían quedado más perdigones que no habían volado y al llamarlos nuevamente la madre, alguno salió de su escondite y el águila, que sin duda estaba buscándose el desayuno (aquí cada uno a lo suyo), pues estuvo a punto de diezmar la pollada.
En ese momento afloró en mi la vena de cazador, aunque cazador frustrado; pues me produjo una gran alegría comprobar que la rapaz no se salió con la suya. También comprendí que mi presencia había originado que las perdices tuvieran que salir de su refugio arriesgando su propia vida y me marché del lugar, pero también supuse que, a pesar de todo, el águila terminaría desayunando.
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