Había
una vez un conejo muy pequeño que se llamaba Antolín. Vivía con sus otros seis
hermanos y con su madre, doña Coneja.
Había
nacido en una casa de campo que su madre construyó, muy deprisa, cuando se dio
cuenta que, en muy pocos días, iban a nacer sus hijos, los conejos. Como su
madre no tenía dinero para comprar los materiales de construcción, pues hizo su
casa escarbando un agujero en el suelo. También hizo la cama con pelo que ella
misma se arrancaba de su cuerpo. Cuando nacieron los conejos, su madre los amamantó,
después de haberlos lamido para secarlos y asearlos y cuando tuvieron el
estómago lleno se quedaron dormidos.
Doña
Coneja aprovechó para salir a comer, con el fin de producir más leche para sus
hijos, sin olvidarse de tapar el agujero para que los depredadores no
encontraran a los inofensivos conejos.
Así
fueron pasando los días, comiendo y durmiendo. No tenían que preocuparse de
otra cosa: ni tan siquiera del aseo y limpieza, cuyas labores las hacía doña
Coneja.
Unos
pocos días después de nacer, aproximadamente una semana, ya tenían sus ojos
abiertos y se podían ver entre ellos y a su madre. Antes de cumplir un mes de
vida ya salían al campo y comían hierba tierna, mientras su madre los vigilaba
y los instruía en supervivencia, mostrándoles algunos peligros que les acechaba.
Al ser tan pequeños resultaban un manjar muy apetecible para el zorro, el
perro, el gato montés y otros depredadores como el águila.
Cuando salían al campo las labores de limpieza y aseo ya las realizaban ellos mismos. Dormían menos tiempo porque ahora, las horas del día las dedicaban, sobre todo a comer y a jugar entre ellos.
Cuando salían al campo las labores de limpieza y aseo ya las realizaban ellos mismos. Dormían menos tiempo porque ahora, las horas del día las dedicaban, sobre todo a comer y a jugar entre ellos.
Fueron
creciendo y, según se iban haciendo mayores, cada vez se alejaban más de su
madre que se entretenía preparándose para la siguiente camada.
Se
construyeron otra casa, o madriguera, ésta más grande, escarbando en el suelo
un agujero muy profundo debajo de una roca muy gorda y la construyeron con
muchas galerías que destinaron a dormitorios, donde se refugiaban del frío y,
también, siempre que sospechaban de algún peligro.
Un
día Antolín se alejó tanto de la madriguera que se encontró un huerto sembrado
de zanahorias. Después de darse un atracón de tan apreciado manjar, sintió
sueño y no le dio tiempo de volver a la madriguera, se durmió cobijándose
debajo de unas matas de tomillo.
Cuando
estaba dormido oyó algo extraño que lo despertó. Aún no sabía si es que lo
había soñado, cuando volvió a oír la voz de un hombre. Era el dueño del huerto
sembrado de zanahorias que venía a recoger alguna para hacerse una ensalada.
Inmediatamente después y sin que le diera tiempo a escaparse corriendo, oyó
otro ruido entre las matas y cuando se quiso dar cuenta, vio que delante de él
y mirando fijamente hacia donde él estaba tumbado, apareció Luna.
Luna
era la perra del dueño del huerto, de raza Braco Alemán, con un olfato
exquisito, que al llegar al huerto había detectado el olor de Antolín y con el
hocico pegado al suelo, fue siguiendo el rastro que había dejado Antolín, hasta
llegar a la mata de tomillo donde su fino olfato le decía que había un conejo.
Luna no podía ver a Antolín, pero Antolín si veía a Luna, y le pareció tan
grande que del susto casi se muere. A pesar del miedo de Antolín, su instinto
le decía que no saliera del tomillo porque aquel animal tan grande se lo iba a zampar.
Antolín estaba temblando y con sus ojillos veía el hocico de Luna que husmeaba orientándose
con precisión para abalanzarse sobre él. Antolín tenía tanto miedo que sin
querer movió una de sus patas traseras y Luna, que oyó algo extraño en la mata
de tomillo, creyendo que el conejo salía por el otro lado, dio un salto, como empujada
por un muelle y Antolín se asustó tanto que salió por el lado donde antes
estaba la perra Luna.
Luna, cuando iba por el aire en el salto oyó un ruido debajo de ella y, al volver la cabeza, vio como Antolín salía corriendo. Se revolvió tan deprisa que Antolín solo había podido sacar una pequeña ventaja y, a pesar de su velocidad, él sentía que los ladridos de Luna, que daba unas zancadas enormes, cada vez los oía más cerca. Al pasar por entre dos matas dio un quiebro a la derecha, sorprendiendo a Luna que se pasó de frenada y esto, de nuevo, le dio ventaja a Antolín que siguió corriendo “cagadito” de miedo. Pronto sintió nuevamente que los ladridos de Luna se acercaban a él, ¡guau, guau, guau!, pero Luna no le podía ver por la cantidad de matas y arbustos que habían crecido. A Antolín le pareció que aquel terreno lo conocía y guiado por su instinto siguió una dirección que le parecía le podía llevar a la madriguera con sus hermanos de camada. Pero a él le parecía que aún estaba muy lejos y la perra Luna, sin dejar de ladrar, ¡guau, guau, guau!, ya estaba otra vez muy cerca; tanto que el veloz Antolín temió que en una de las zancadas de Luna le alcanzara. Solo de pensar esto le dio un temblor que le estremeció todo el cuerpo.
En una de las zancadas de Luna, Antolín sintió que le rozaba con el hocico en la cola y tubo que hacer otro quiebro para esquivarla, pues en la zancada siguiente estaba seguro de que Luna se lo tragaría. Con el quiebro consiguió otra pequeña ventaja, pero iba tan cansado que enseguida tubo los ladridos de Luna, ¡guau, guau, guau!, pegados a su trasero, cuando, de pronto, vio el agujero de la madriguera, pero Luna, que no sabía que aquel agujero era la casa de Antolín, cuando dio el salto con la boca abierta para comerse a Antolín se dio cuenta de que el conejo había desaparecido. Se había colado en su madriguera, encontrándose con sus hermanos que al oír los ladridos lejanos de Luna se habían cobijado en su casa.
Luna, cuando iba por el aire en el salto oyó un ruido debajo de ella y, al volver la cabeza, vio como Antolín salía corriendo. Se revolvió tan deprisa que Antolín solo había podido sacar una pequeña ventaja y, a pesar de su velocidad, él sentía que los ladridos de Luna, que daba unas zancadas enormes, cada vez los oía más cerca. Al pasar por entre dos matas dio un quiebro a la derecha, sorprendiendo a Luna que se pasó de frenada y esto, de nuevo, le dio ventaja a Antolín que siguió corriendo “cagadito” de miedo. Pronto sintió nuevamente que los ladridos de Luna se acercaban a él, ¡guau, guau, guau!, pero Luna no le podía ver por la cantidad de matas y arbustos que habían crecido. A Antolín le pareció que aquel terreno lo conocía y guiado por su instinto siguió una dirección que le parecía le podía llevar a la madriguera con sus hermanos de camada. Pero a él le parecía que aún estaba muy lejos y la perra Luna, sin dejar de ladrar, ¡guau, guau, guau!, ya estaba otra vez muy cerca; tanto que el veloz Antolín temió que en una de las zancadas de Luna le alcanzara. Solo de pensar esto le dio un temblor que le estremeció todo el cuerpo.
En una de las zancadas de Luna, Antolín sintió que le rozaba con el hocico en la cola y tubo que hacer otro quiebro para esquivarla, pues en la zancada siguiente estaba seguro de que Luna se lo tragaría. Con el quiebro consiguió otra pequeña ventaja, pero iba tan cansado que enseguida tubo los ladridos de Luna, ¡guau, guau, guau!, pegados a su trasero, cuando, de pronto, vio el agujero de la madriguera, pero Luna, que no sabía que aquel agujero era la casa de Antolín, cuando dio el salto con la boca abierta para comerse a Antolín se dio cuenta de que el conejo había desaparecido. Se había colado en su madriguera, encontrándose con sus hermanos que al oír los ladridos lejanos de Luna se habían cobijado en su casa.
Antolín,
jadeando y con el susto aún metido en su cuerpo, les prometió a sus hermanos
que nunca jamás se alejaría tanto de su segura casa.
Y
colorín colorado, este cuento se ha acabado.
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